Escrito por: Dante Gebel
En la vieja Argentina de los setenta la gran mayoría pertenecíamos a la clase obrera. Los más afortunados podían irse de vacaciones a la costa, las sierras o a las cataratas. Los más pobres nos conformábamos con quedarnos en casa. Lo que jamás se me hubiese cruzado por la cabeza, es que aquel verano del 77 un pequeño incidente me iba a cambiar la vida para siempre.
Era el primer día de regreso a clases, a principios de Marzo. Y la maestra insistió con el mismo método pedagógico que venía usando desde el primer grado: preguntarle a cada alumno a dónde habían pasado sus vacaciones. Uno a uno iban levantando la mano y diciendo en voz alta los lugares que habían visitado. Y la inmensa mayoría tenía una historia que contar. Las montañas. El mar. La carpa junto al río. La nieve en algún lugar remoto.
Fue entonces que me cansé de ser pobre, supongo. O de no haber podido ir a ninguna parte, casi nunca.
-Yo no fui a ningún lado, porque no quise –confesé con la mano alzada.
-¿Cómo que no quisiste? –replicó la maestra.
-Sí, porque mi papá me dijo que podía elegir: o íbamos a algún lugar de vacaciones o me construía un fuerte.
-¿Un fuerte? ¿Cómo que un fuerte? –contestó.
A esta altura me había ganado la atención de toda la clase. Fue la primera vez que sentía que yo era por fin, importante para los demás, y dejaba de ser el alumno invisible de siempre.
Obviamente, lo del fuerte era mentira, pero por alguna razón sentía que se me había ocurrido una buena idea para no ser menos que los demás. Era justo que por esta vez, me tocara a mí ser el centro de las miradas y los comentarios.
-Un fuerte de verdad –agregué- un fuerte como tienen los soldados en las películas, con troncos alrededor, con un mangrullo para ver los indios de lejos, con armas, con una bandera…me lo hizo mi papá al fondo de mi casa porque él es carpintero.
-Qué bueno. Con semejante regalo es lógico que no hayas querido irte de vacaciones- finalizó la maestra.
En el recreo me rodearon casi todos los compañeros pidiéndome detalles. Y como ya no me sentía avergonzado de no haberme ido de vacaciones, no escatimé en agregarle lo que se me ocurría a la virtual construcción del fondo de mi casa. Dije que era inmenso, tamaño real. Que tranquilamente podía albergar a toda la clase, que seguramente algún parque de diversiones iba a querer comprarlo, algún día. Todos los alumnos me miraban asombrados. Que tipo con suerte. Tener un papá que te construya un fuerte para uno solo. Esas eran verdaderas vacaciones, si señor.
Pero alguien decidió arruinarme el día.
-Si es verdad, queremos ir a verlo –dijo un “mal compañero” que se llamaba Marcelo Negri.
-¿H…oy? –Tartamudeé- hoy no se va a poder, porque mi mamá está muy enferma (a esta altura, una mentira mas era una manchita más al tigre).
-Entonces mañana, ¿o te inventaste todo eso del fuerte? –dijo.
-¿Cómo me lo voy a inventar? Si les digo que tengo un fuerte, es porque es verdad- respondí enojado, mientras me daba cuenta que me acababa de meter en un grave problema.
Ese día volví a casa devastado. Mi propia boca me había puesto entre la espada y la pared. Pensaba que todo iba a terminar en la clase y jamás me imaginé que alguien se iba a empecinar en querer ver mi fuerte. No podía decir que lo habíamos desarmado porque no era lógico, ni mucho menos confesar la verdad, porque iba a transformarme en un muerto político para todo el colegio. Y esa fue la peor noche que recuerdo de toda mi niñez.
Cerca de la una de la madrugada, no aguanté más y me aparecí en la habitación de mis padres, llorando. Les confesé que me había sentido mal por no haber ido a ningún lugar de vacaciones y que me inventé lo del fuerte. Y lo peor es que Marcelo quería venir a verlo mañana, después de clases.
Obviamente, ni vale la pena que transcriba lo que me dijeron y las caras de asombro. Mi madre me miró con cierta lástima y me dijo que iba a tener que confesarles la verdad a todos y pedirles perdón por semejante mentira.
Volví a la cama más destrozado aún e intenté dormirme.
A los quince minutos, sentí a mi papá que me tocaba el hombro.
-Dante, levántate. Y abrígate que hace frío.
-¿A dónde vamos?
-A construir ese fuerte- dijo, y se dio media vuelta.
Y esa noche, casi sin hablarnos y bajo el rocío de la madrugada, ayudé a mi papá a construir un fuerte…o algo parecido. Una vieja cucha del perro hizo de cuartel, unas viejas lonas sirvieron como techo. Algunas ramas de limonero hacían a su vez, de troncos. Y de mangrullo, pusimos una escalera que me ocupé personalmente de tapar con hojas de higuera. Cuando terminamos, casi dos horas después, mi papá, (que por cierto siempre fue un hombre de pocas palabras) me dijo:
-Ahora puedes traer a quien quieras, pero cuando se vayan, tú y yo vamos a hablar, largo y tendido.
El resto de la historia es predecible. Aunque mi amigo comprobó que había exagerado un poco, no pudo negar que lo que yo había dicho era la pura verdad. Y esa tarde, hasta jugamos un rato a los soldados e indios.
Pero a la noche, tuve una charla que no pude olvidar, aún con el paso de los años.
-Lo que hiciste estuvo muy mal- dijo mi papá- y por eso, vas a tener penitencia. Esta vez te salvé porque soy tu padre y no quería que pasaras vergüenza. Pero en la vida, tienes que andar con la verdad, siempre, aunque sea fea o no te guste. La verdad es lo único que te va a ser una persona de bien.
Le pedí perdón y le agradecí por salvarme el pellejo. Pero principalmente por ayudarme a comprender el amor de Dios.
Hoy ya soy un hombre. Y muchas veces, vuelvo a meter la pata. Me equivoco, callo cuando debía hablar o hablo cuando debía haberme callado. Y entonces es cuando voy a la presencia del Señor y le digo que estoy consciente que me equivoqué, pero que por favor…me construya el fuerte. Le digo que si alguna vez mi papá lo hizo, El también puede ayudarme a salir del embrollo. Y en más de una madrugada, siento que el Padre me toca el hombro y me dice que de algún modo lo vamos a arreglar. Y me construye el fuerte. Aunque me haya equivocado, no me deja avergonzar. Paga mis deudas, me saca del lío, saca la cara por mí.
Claro que después tenemos que charlar “largo y tendido”, pero El siempre me ayuda a arreglar esos errores que me devastan el alma.
Si a lo mejor te equivocaste feo, o volviste a caer en eso que prometiste no volver, o si te alejaste de El e hiciste cosas que te da vergüenza solo de contarlas. Yo sé que es bíblico el tener que asumir las consecuencias, pero también sé que infinidad de veces, El puede transformar tus errores en algo bueno. El es capaz de tapar el error. De protegerte de la vergüenza. De tenerte una solución antes que amanezca.
No te lo olvides nunca. Él es un gran constructor de fuertes.
©Chalo Jimenez- BUSCANDO A DIOS -2009. Derechos Reservados.
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