Escrito por: Christopher Shaw
Los corazones han sido examinados, las obras evaluadas. En ellos se encuentran todos los datos necesarios para un análisis acertado del estado espiritual de la iglesia. El veredicto, cuando finalmente es pronunciado, ¡contiene una revelación devastadora!: «No eres frío ni caliente.
¡Ojalá fueras frío o caliente! Así, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.» (Ap 3.15-16) Con una contundencia que no admite discusiones, la iglesia de Laodicea, que se jactaba de ser tan especial, es llamada miserable y digna de lástima, pobre, ciega y desnuda (Ap 3.17).
¡Y no era para menos! De todas las condiciones que pueden afligir al ser humano ninguna es tan triste como aquella que seduce a la persona a creer que es rica cuando en realidad vive en la pobreza más desdichada. Como pastores, con seguridad el lamentable cuadro de la iglesia de Laodicea nos ha dejado pensativos en más de una ocasión. ¿Qué pasaría si el Señor pronunciara un veredicto similar acerca de las congregaciones donde nos ha puesto como pastores? Sin embargo, tal veredicto parece poco probable cuando recordamos nuestros permanentes esfuerzos por movilizar a las personas hacia vidas de mayor entrega y pasión.
Sospecho, aun así, que nuestras fogosas denuncias contra la tibieza y la mediocridad revelan algo más que el deseo de lograr un mayor compromiso en nuestra gente. Muchas veces, lo que más nos asusta es ver las incipientes manifestaciones de la mediocridad en nuestras propias vidas. Fácilmente reconocemos los síntomas en el ministerio que llevamos a cabo: sermones preparados a las corridas, estudios improvisados para salir del paso, compromisos no cumplidos, consejos huecos que no practicamos nosotros, oraciones sin pasión y ministerios faltos de entusiasmo. Por donde miremos vemos que la tibieza está al acecho.
Nuestras denuncias producen la ilusión de estar combatiendo con fervor los efectos de la mediocridad. Pero rara vez logran frenar el avance de este mal.
La mediocridad delata la ausencia de una relación profunda con el Señor. El ángel no le recomendó a la iglesia involucrarse en más actividades, sino que abriera la puerta de su corazón y permitiera que él fuera una vez más el protagonista de eventos tan íntimos y cálidos, como el cenar juntos (Ap 3.20). Lo que necesitamos, entonces, es recuperar esa relación apasionada que produce un fuego divino en nuestro ser y permite que seamos calificados como «calientes».
Quisiera sugerir que nuestra relación con el Señor es con frecuencia tibia porque gran parte de las actividades de nuestra vida cristiana no conducen hacia una mejor relación con él. Nos mantienen ocupados en lo que aparentemente son actividades espirituales, pero no producen una profundización en nuestra relación con el Dios que servimos. La verdad es que una relación íntima con él es más el producto de lo que él hace, que de lo que nosotros hacemos. Nuestro esfuerzo solamente puede servir para responder a la obra que él está haciendo en nuestro corazón. Observemos, entonces, tres elementos que pueden colocarnos en esa posición donde el Alfarero Divino puede actuar sobre nuestros corazones.
Tres herramientas para cultivar una vida de intimidad con Dios
1. La disciplina
Entre las variadas exhortaciones que Pablo le deja a su discípulo Timoteo, encontramos esta: «Pero nada tengas que ver con las fábulas profanas propias de viejas. Más bien disciplínate a ti mismo para la piedad.» (De la versión La Biblia de las Américas 1Ti 4.7) Dos importantísimas verdades se desprenden de esta exhortación:
La primera verdad es que la vida espiritual no se mide por las muchas palabras. Tan fuerte es la tendencia de los hombres a hablar más de la cuenta, que Pablo exhorta al joven Timoteo, al menos siete veces en sus dos cartas, a que evite a toda costa «las palabrerías vacías y profanas, y las objeciones de lo que falsamente se llama ciencia» (1 Ti 6.20).
Esto no se debe a que Timoteo tenía una particular debilidad por las discusiones y contiendas de palabras, sino al hecho de que el cristiano en general tiende a creer que hablar de las verdades del Reino es lo mismo que practicarlas. Hemos perdido de vista, por ejemplo, que no es lo mismo hablar de la oración, que orar. Ni es la misma cosa enumerar las virtudes de la evangelización que salir a compartir la fe con otros.
Si bien nuestras palabras pueden alentar a la práctica en algunos, la verdad es que las palabras sobran entre los que son de la casa de Dios. Pero la vida espiritual pasa por otro lado. El sabio Salomón advertía hace más de 3.000 años: «Guarda tus pasos cuando vas a la casa de Dios, y acércate a escuchar en vez de ofrecer el sacrificio de los necios… no te des prisa en hablar, ni se apresure tu corazón a proferir palabra delante de Dios.» (Ec 5.1 y 2). No está de más recordar que las palabras no solamente son poco eficaces para producir cambios, sino que también en la abundancia de ellas hay pecado.
La segunda es que la alternativa señalada por Pablo al joven Timoteo es el camino de la disciplina. El apóstol escoge la palabra griega gimnazo del cual sacamos el término gimnasia, y que también podría traducirse «ejercicio, disciplina, o entrenamiento». En lo que al cuerpo se refiere, la gimnasia consiste en una serie de ejercicios cuyo fin es asegurar un buen estado de salud. Los ejercicios no son un fin en sí; la meta es el estado que produce en nosotros.
Sin embargo, no somos personas acostumbradas a exigirle mucho ni a nuestros cuerpos, ¡ni tampoco a nuestras almas! Es que, por naturaleza, somos un tanto holgazanes. Al igual que los discípulos, el menor esfuerzo produce en nosotros fatiga y nos quedamos dormidos (Mt 26.41). Pero Pablo conocía el valor de la disciplina. Usando la misma analogía, había escrito a los Corintios: «yo golpeo mi cuerpo y lo hago mi esclavo personal, no sea que habiendo predicado a otros, yo mismo sea descalificado» (1 Co 9.27).
©Chalo Jimenez- BUSCANDO A DIOS -2010. Derechos Reservados.
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